La vida la miró. Le regalo el amor de su vida en forma de barba blanca y ojos verdes.
Le regalaron un instinto especial, un dieciocho de enero y un sí que se convirtió en más de veinte años de besos multiplicados por tres.
La voz que volvía loca a cada mujer que se sentaba a escuchar, era voz de una sola mujer. La del cubata de ron en la esquina de la barra. La que dejaba marca de pintalabios en la copa y sostenía un Marlboro en la mano derecha. La que agachaba la cabeza, levantaba la mirada y en una calada honda sentía el amor que se respiraba en aquel pub.
De madrugada se abría la puerta del tercer piso donde pasaron muchos inviernos. Y entonces sus vidas se multiplicaban por cinco.
Me llamaban la princesa de la casa, pero ella era la reina. Conducía el alfa romeo rojo, se miraba en el retrovisor y se iba al fin del mundo conmigo de copiloto. Realmente, me llevaba al colegio, pero nadie lo hacía con más cariño que ella.
La vida pasaba entre matices y con alguna tormenta imprevista como en cualquier familia.
El rastro de sus cinco vidas se perdió una tarde por la avenida de la pequeña ciudad. El coche lleno de cajas, fotos y primaveras. Y una casa donde pudiera caber tanto amor.
Seguían pasando los otoños hasta que llegó el octubre que nunca quisimos.
Ella ya no fumaba Marlboro y no le hacía falta pintalabios para que sus besos dejaran huella.
Bastaron cuatro meses para que la vida se llevara a su amor. Bastó un otoño triste y una navidad que no era navidad si sólo éramos tres.
Se apagó la voz y la casa se le quedó grande. Le sobraba cama y le faltaba calor.
Todo cambiaba. Los coches aparcados en la puerta y el olor de su perfume.
Seguían sobrando rincones, seguían faltando sonidos.
Y pasaron dieciochos de enero y veintiochos de octubre. Pasó de todo hasta que decidió vestirse de domingo y darse a la fuga. Salió el sol, esta vez por el ombligo.
Decidió montarse en esa moto, acelerar y darse cuenta que la vida le había devuelto ese trocito de amor que le faltaba.
P.D: Te quiero.